martes, 1 de septiembre de 2009

Reflexiones Peterianas

¿Se ha llegado a topar con la deprimente situación de que aquella persona que lo manda en el trabajo sea inferior intelectual, moral o estéticamente que Ud? ¿Ha sufrido el desencanto provocado por contemplar el impune desempeño laboral de alguien que gana el doble que usted haciendo la mitad de lo que usted hace o el doble de mal de cómo lo hace ud? ¿Ha llegado a sentir la humillación que supone para alguien el que su jefe(a) no entienda lo que ud le dice, ya sea porque no puede o porque no quiere, y que después de escucharlo le diga que se le acaba de ocurrir llevar a cabo la acción catastrófica advertida por ud y sobre la cual versaba precisamente lo que ud dijo y no entendió?

Habitualmente parte del discurso gerencial, público o privado (¿acaso hay diferencia?), y sacado a colación las mas de las veces en una perspectiva descendente y con un tono lamentativo hasta vituperativo hacia subordinados, el famoso Principio de Peter también puede verse desde una óptica ascendente y en el mismo tono quejumbroso, como en las preguntas con que inició este artículo las cuales, usted dirá si esto es cierto, son radiografías del amiguismo y compadrazgo en forma interrogativa.

Pero ¿Qué es el principio de Peter?, ¿de que trata? El principio de Peter plantea que todos tenemos nuestro nivel de incompetencia, que a ciertas alturas institucionales u organizacionales, por arriba del nivel por donde nos desempeñamos con cierta efectividad y eficiencia, empezamos a fallar, a no vernos tan bien, a enfrentarnos a un toro imposible de torear por nosotros. En otros términos, el Principio de Peter en una generalización empírica referente al hecho administrativo de que un trabajador tiene posibilidades limitadas de ascender en la jerarquía de la organización debido a que siempre habrá un puesto para el cual no tenga las capacidades, habilidades y/o carácter para ocuparlo con eficiencia.

A la formulación, fruto de la experiencia gerencial, que estipula que las posibilidades de desempeño de puestos para un miembro de una organización es limitada para un miembro de una organización es limitada a cierto rango infinito de opciones, se le conoce en la jerga administrativa como Principio de Meter. Esta máxima, que es una perogrullada para la reflexión ya que nadie en su sano juicio podría sentirse o sentir a alguien capaz de desempeñar exitosamente cualquier puesto, no es tan obvia para muchos tomadores de decisiones quienes, haciendo caso omiso de tan catedrialicia advertencia empresarial, se dedican a sembrar incompetencias a diestra y siniestra del organigrama que reinan.

El Principio de Peter se fundamenta en dos hechos incuestionables, uno de ellos natural es el más enfatizado y se refiere al hecho de que no existe un hombre que posea todos los talentos requeridos para ocupar todo puesto, cualquier puesto. El fundamento fáctico social alude al hecho de que un hombre ocupe un puesto que a todas luces se ve que le queda grande pero que, por arte y magia de una relación personal apadrinante, es colocado y mantenido en tan inmerecido lugar. Esta injusticia genera irritación en todos cuantos están en posición de comprender tal iniquidad.

En un país como el nuestro en el que, en lugar de regir una política de justa resignación de personas a los puestos jerárquicos de una organización, lo que es ley de amiguismo, el compadrazgo o cualquier otra debilidad de elección que desplace a quienes tienen la capacidad para ocuparlos con eficiencia, el Principio de Meter se erige en un principio de Realidad de amplia vigencia en los escenarios laborales, principalmente de la administración pública.

Si el principio de Peter parece ser la ley prioritaria en santísimas organizaciones privadas y públicas, el Principio de Chiripa es si complemento antonímico, su error de probabilidad, como puede quedar tácitamente evidenciado en su formulación estrictísima: no hay razones, sino la mera suerte, para explicar el porqué un individuo capaz, idóneo para un puesto, llegue a ocuparlo. Si tan rarísimo caso llega a ocurrir habrá que sospechar la intervención decisiva y milagrosa del azar. Tan inusual es oír “¡me saqué la lotería!”, como escuchar “¡le dieron el puesto que se merecía!”

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