miércoles, 4 de junio de 2008

Diario de días sin luna

No sé de donde provengo. Mi origen es para mí un misterio que sólo me permite especulaciones inciertas que tienen que ver con las fronteras y los vasos comunicantes de la evolución y la astronomía. He contemplado muchas veces el rostro hipnótico de la Luna, embrujando la vida del mundo, tatuando mis ojos con su esplendor. Me imanta, me impregna, me colma sutilmente, me exacerba. Se ausenta. La espero. Regresa. La gozo. Se va. La invoco. Reaparece. La perdono. Se aleja. La odio...hasta que vuelve.

Cuando se refieren a mí, no hacen más que estigmatizarme a través de un torpe maniqueísmo que me pinta siempre de la misma manera: estereotipo de la maldad automática, personificación del salvajismo desenfrenado, instintos asesinos desatados, posibilidad fatal de un encuentro sin salvación posible , espanto de saber que en algún pliegue ubicuo de las tinieblas acecho vehemente. Nadie atina a suponer siquiera que poseo una subjetividad mucho más sugestiva que la de mis detractores. Y no es que no sea como dicen sino que soy mucho más que eso. Algunas veces me arrepiento de matar mujeres que podría haber amado.

He llegado a ser visto, pero soy ágil y rápido, y me desaparezco como una ráfaga de viento, sembrando en ellos la duda de si fui o no una alucinación de trasnochados, una rara visión imputable a la sugestión, quedándoles la duda sobre la identidad de lo que vieron, y confundiendo su mirada con las nebulosas paranoias que engendra la inseguridad de la vida actual en las ciudades, en esas noches pobladas también por personas comunes que hacen más daño que yo.

Hay ocasiones en que en esas noches tengo una pálida conciencia de lo que hago. Puedo pensar en lo que soy y lo que siento en esos momentos, no del mismo modo que en mi vigilia de hombre pero puedo discurrir, no sin dificultad y con intermitencia, mas con la suficiente lucidez como para gozar de episodios de discernimiento intermedio entre la intuición de lobo y el raciocinio humano. Tiempo después llegué a advertir que eso me sucedía durante los lapsos en que las nubes se interponían entre la luna y yo, y es con base en los residuos de dichos episodios fugaces de penetración que puedo tender – con este diario – el puente que comunica mis dos temperamentos, y por lo que me he convertido en un lobo sapiens.

Que seamos materia literaria, pasa, pero lo que sí es el colmo es que consideren a la licantropía como un delirio esquizofrénico, y que hasta nos profanen con esa estúpida denominación de lunáticos con la que se refieren a cualquier demente con el cerebro desorganizado: ¿ qué puede saber la morbosa psiquiatría de nuestro refinado pathos ?. Y todas esas películas que se han hecho sobre nosotros hacen pensar que nos gusta esa música barroca, con sus horrendos y monótonos órganos ¿ qué saben acerca de la música que disfrutamos ? ¿ cómo se atreven a impostarnos sus ridículos gustos musicales ?.

Por más intentos y esfuerzos emprendidos nunca he logrado la alquimia de que los dos que soy se hagan uno. Lo más cerca ha sido cuando en las noches de luna llena hay nubes menos densas, y con ayuda de ese filtro, el hombre que soy logra percibir como se desvanece su discernimiento, desplazado poco a poco por el instinto, llegando a un punto en el que pierdo la cordura humana y, ya instalada mi inteligencia lobuna, no puedo recordar con claridad sino solo chispazos mnémicos que, como lunares de memoria - ¡ lunares ! , ¡ cómo me vienen a la mente esas palabras de lobo ! – fijan en mí ciertos rasgos borrosos de imágenes en las que me veo como hombre – lobo, gracias a las nubes tenues que, como película delgada, me permiten domeñar por momentos mis ímpetus instintivos y acceder a mi autoconciencia.

El primer zarpazo a la cara los derriba y evita que escapen. Antes de que se recuperen, hundir las garras en el pecho y en un brazo para apoyar la primera mordida al cuello, arrancando la tráquea, ahogando el grito, y abalanzar el hocico para aprovechar el tibio chorro de sangre, las uñas estallando los ojos, seguir mordiendo, aplastando las últimas resistencias, rasgando la ropa al cuerpo exánime descubriendo la carne viva, lijarla a lengüetazos y sorberla y morderla, girando con fuerza la cabeza para desprender los jirones de tela de los colmillos y los nervios de entre las muelas, extrayendo todo el jugo de la carne que penetra en mi nariz y me enciende más, y no parar hasta que ya no me quede más rabia.
¡Matar! ¡matar! , sin pausas, descargando en cada mordida, en cada desgarradura, esta furia vital, inmensa, inagotable... Regresar jadeante, con los restos de la carnicería en mis fauces y en mis garras, con el pelambre pegajoso por la sangre oxidada, hasta llegar a mi guarida, todavía bañado por la luz de plata de la noche. Soy todos aquellos en que cualquiera podría convertirse si se presentaran las condiciones propicias ¿ por qué habría de sorprender que yo haga lo que los demás no se atreven a hacer por el miedo de aceptar al otro oscuro que también son ?.

No todas las noches de luna llena son iguales. Las hay de cielo cerrado en las que domina la razón sobre el instinto, y la escritura sobre la acción. Hay otras cuya masa de nubes se va desvaneciendo y adelgazando a medida que transcurre la noche, permitiéndome momentos de pensar y sentir al mismo tiempo, y fijar imágenes que de otro modo no podría recordar. Las peores, las enloquecedoras, son aquellas en las que el manto de nubes no es compacto y tiene huecos, lo que ocasiona que la luna aparezca y desaparezca. Es entonces cuando mi reflexión y mi instinto se prenden y apagan con una intermitencia que me hunde en una vorágine fenomenológica que me desconfigura y me descentra, sin permitir que se lleguen a asentar del todo ni mi razón ni mi instinto. Y espero su repentino influjo para soltar el largo monosílabo solitario, melancólico, amedrentante que imprime mi graffitti en la noche.

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